rtado en viguetas,
palos y ramajes el arbol caido, transcurren aun muchos dias durante los
cuales podemos aventurarnos a pasar por el singular puentecillo,
festoneado de guirnaldas de hiedra banada por la corriente. La travesia
no ofrece peligro alguno, porque el tronco es ancho y en caso de
necesidad, se puede pasar resbalando con ayuda de las manos; pero es
preferible pasar a la orilla opuesta conservando la posicion vertical
sirviendose de los brazos como de un balancin. Es cosa agradable cambiar
asi de orilla, sentarse tan pronto a la sombra de un alamo como de un
sauce, ir de la pradera ya arrasada por la hoz, embalsamada por el olor
del heno, al cesped matizado de flores. Y ademas nos hacemos la ilusion
de volver a los primeros siglos de la humanidad naciente, cuando el
salvaje, sin la suficiente destreza para construir puentes sobre los
arroyos, se servia como nosotros de los que le deparaba la prodiga
naturaleza.
El viaje aereo por encima del agua, viendola correr bajo los pies, no es
mas agradable cuando el arbol caido llega a la ribera opuesta que cuando
solo descansa en un islote del arroyo. Los convencionalismos de la vida
han hecho de la mayor parte de nosotros seres pretenciosos que nos
creemos humillados al sentirnos felices por poca cosa; por eso nos es
necesario remontarnos a nuestra infancia para comprender, en aquella
candida edad, la alegria que nos producia la excursion, de algunos pasos
solamente, sobre una pequena isla. Alli adoptabamos actitudes de
Robinson: los sauces, que nacian en el lodo, alrededor del banco de
arena, eran nuestro bosque; los grupos de juncos eran para nosotros
inmensos prados; teniamos tambien grandes montes, pequenas dunas
amontonadas por el aire en el centro del islote, y en ellas
construiamos nuestros palacios con pequenitas ramas caidas, practicando
agujeros en la arena. Los dos brazos del arroyo nos parecian anchisimos
estrechos, y para convencernos mas de nuestra soledad en la inmensidad
de las aguas, hasta les dabamos el nombre de oceanos: uno era para
nosotros el Pacifico; el otro, el Atlantico. Una piedra aislada sobre la
que chocaba la corriente, se llamaba la blanca Albion, y mas lejos, una
cabellera de limo detenida por la arena, era la verde Erin. Es verdad
que mas alla de las islas y los mares, a traves del follaje de los
alamos, veiamos sobre la colina el rojizo tejado de la casa paterna;
pero, encantados en el fondo de saber que estaba tan cerca, haciamos
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