idad de la piedra, y,
aunque vibrando por la presion del agua, no puede continuar su camino.
El lenador tiene que penetrar en el arroyo con agua hasta la cintura y
coger por una extremidad la viga para lanzarla al medio del arroyo. En
otra parte, un tronco se ha atravesado en el cauce, deteniendo como un
dique todas las maderas que bajan. Se forma una presa, presa irregular y
graciosa que aumenta sin cesar con todos los troncos que arrastra la
corriente. Alli es donde los conductores del convoy tienen que desafiar
la muerte cara a cara. Las aguas, detenidas por la barrera, aumentando
su nivel y salvando los obstaculos, se desbordan en cascadas; el
torrente, fuera de su curso normal, se lanza en repentinos y gigantescos
borbotones; los monstruos se agitan convulsivamente haciendo temblar y
gemir su madera. A este caos movible tiene que atacar con denuedo el
conductor de la armadia. Los valientes lenadores se han de lanzar sobre
ese andamiaje enganador que tiembla bajo sus pies; uno a uno tienen que
arrancar todos los troncos superiores y hacerlos rodar por encima del
dique a la parte libre del arroyo, pero bien un palo medio libre se
levanta de improviso, o un pie resbala sobre la madera lisa y mojada, o
un salto de agua, un remolino repentinamente formado viene a chocar
contra la madera donde el flota, o un palo caido en la corriente salta
hacia los lenadores, y algunos de ellos, lividos y sangrientos, flotaran
tambien en compania de los muertos pinos, por el rio abajo; los que a
fuerza de energia, destreza y suerte, escapan de todos esos peligros,
los que desde el bosque a la serreria saben conducir la flotilla de
pinos sin tener ninguna desgracia, tienen motivos para creerse
afortunados; pero que esperen semanas y meses porque el cortejo de las
enfermedades les sigue con paso incierto.
Algunas veces sucede que son vanos todos sus esfuerzos para conducir los
pinos a la serreria que los ha de cortar; el agua falta en el arroyo, y
contra todo el ingenio y la fuerza de los trabajadores, no pueden
conseguir que floten las pesadas masas que se detienen en todas partes,
sobre los bancos de arena, sobre las piedras del fondo y sobre las
puntas de las rocas. Tienen que esperar la crecida que ponga en
movimiento los troncos atascados; pero entonces, estos, arrastrados
demasiado pronto y demasiado rapidos, suelen salvar las margenes y se
van a lo lejos a correr mundo, a pesar de los obreros que los miran
codiciosos al pasar. En
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