ada fija; jamas se desespera: al sentarse en la orilla
del agua se halla depositado de las pasiones humanas, de impaciencia e
ira. Consagrado a su ocupacion, espera y espera hasta sin esperanza. Yo
conocia un pescador a quien la desgracia le perseguia por todas partes.
Jamas caia en su anzuelo una trucha ni una tenca; sus dolorosas
experiencias negativas le hacian afirmar que la captura de un pez era
cosa imposible y que todas las historias de pesca, prodigiosas o no,
eran invenciones novelescas. Y, sin embargo, en cuanto disponia de una
hora de tiempo, aquel esceptico, consagrado a la desgracia, cogia su
cana, y sin desilusion, suspendia su anzuelo en medio de los burlones
peces que jugaban dando vueltas alrededor del inofensivo instrumento.
En cambio, hay pescadores que parecen fascinar el pescado, atraerlo
irresistiblemente. El publico desocupado que los contempla, cree que
ejercen una especie de magnetismo sobre su presa como la culebra sobre
las ranas; hasta cuentan que truchas y carpas, arrastrados a su pesar,
van a morder el fatal anzuelo. No es asi, sin embargo, sino a fuerza de
ciencia como esos pescadores han llegado a ser para nosotros especies de
magos ordenando a sus victimas la marcha en procesion hacia su anzuelo.
Si atraen con tanto exito al pobre pez fuera de su madriguera de hierbas
o roca, es porque conocen todas las necesidades, apetitos y astucias
del animal, porque observan sus costumbres y hasta los vicios
particulares: a primera vista saben que caracter es el de la pobre
victima. Ademas, por una larga experiencia, han aprendido a combinar
todos sus movimientos; la mirada, el brazo, la mano, la cana y tambien
la inteligencia, obran casi siempre de concierto.
Raros son, no obstante, los pescadores geniales, y el adepto los
reconoce por no se que rasgo caracteristico emanado de su ser. En 1815,
cuando por segunda vez Paris, rendido por quince anos de servidumbre
militar, oia el rodar de los canones prusianos por sus calles, dos
hombres, indiferentes a la causa publica, estaban tranquilamente
sentados a las orillas del Sena con su cana en la mano. Jamas se habian
visto anteriormente, pero cada uno de ellos habia oido celebrar la
gloria de un rival. Sin mirarse siquiera se reconocieron, al ver de
reojo cada uno a su companero con que seguridad en la mirada y los
movimientos estaba manejado el instrumento y con cuanta inteligencia
hacia que el cebo buscara a los pescados.
--"?Indudablemente es ust
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