tes. La fabrica, desde luego, es
una enorme construccion que, lejos de estar rodeada de arboles, se
levanta en medio de un espacio desnudo casi a la altura de las colinas
cercanas. Al lado del edificio, una chimenea parecida a un obelisco, se
eleva a mas de diez metros sobre el edificio y parece aun prolongarse
hacia el cielo por las negras columnas de humo que de ella salen.
Durante el dia, sus paredes enjalbegadas la destacan en blanco del fondo
verde de la huerta que le rodea; por las tardes, en cuanto el sol se
pone, centenares de cristales se alumbran en su fachada; ya de noche,
las luces del interior irradian su luz por las ventanas, y, como la de
un faro, brillan a diez leguas de distancia.
Tanto en el interior como en el exterior, la fabrica no presenta mas que
angulos rectos y lineas geometricas. Sus grandes salas llenas de la luz
que entra a raudales por las ventanas, tienen no obstante algo de
terrible en su aspecto. Pilares de hierro se levantan a distancias
iguales, sosteniendo el techo; maquinas, tambien de hierro, hacen dar
vueltas a sus ruedas con movimientos regulares, lo mismo que sus bielas
y curvos brazos; dientes de acero cogen la materia que se les echa para
dividir, triturar, moler o amasarla de nuevo, y la convierten en pasta,
en hilos o en nube apenas perceptible, segun lo exige la voluntad del
dueno. De todos esos monstruos de metal, el hombre ha hecho sus
esclavos; los hace producir la labor para que fueron creados y los
detiene en su furioso triturar cuando ha concluido la tarea; sin
embargo, tiembla ante esa fuerza brutal que ha dominado. Que olvide el
desgraciado obrero por un solo instante poner en armonia su propio
trabajo con el de la formidable maquina, que bajo la impresion de una
idea, de un sentimiento, se detenga en sus movimientos ritmicos, y tal
vez el poderoso mecanismo lo descuartice lanzandolo contra la pared,
convertido en masa sangrienta. Las ruedas dan vueltas con movimiento
uniforme, lo mismo si aplastan a un obrero que si tuercen un hilo apenas
visible. De lejos, cuando nos paseamos por las colinas, oimos el
terrible gemido de la maquina que hace vibrar a su alrededor la
atmosfera y la tierra.
Esta fuerza disciplinada y, no obstante, temible, con sus engranajes y
brazos de hierro, no es otra cosa que la fuerza del arroyo transformada
en energia mecanica. El agua, que en otro tiempo no realizaba mas
trabajo que derribar sus margenes para establecer otros y ahondar unas
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