de ocas y despertar de su cuchitril al perro
guardian, siempre grunendo. No obstante, protegidos por el nino de la
casa, companero nuestro de colegio y de juego, nos atreviamos a llegar
cerca del leal Cerbero y hasta aproximar nuestra mano a su terrible
boca, acariciandole dulcemente la cabeza. El monstruo se dignaba al fin
reconocernos y meneaba su rabo con benevolencia en senal de
hospitalidad.
Nuestro sitio predilecto era una pequena isla en la cual podiamos
entrar, bien pasando por el molino, construido transversalmente sobre el
arroyo, o resbalandonos a lo largo de una estrecha cornisa construida en
forma de acera en el exterior de la casa; alli estaban las palas y
adonde el molinero iba a regularizar la marcha del agua. Nuestro camino
preferido era este. En unos cuantos saltos llegabamos a nuestro islote,
instalandonos bajo la sombra de un gigantesco nogal can su corteza lisa
por los frecuentes escalos. Desde alli, los arboles, el arroyo, las
cascadas y las viejas paredes, se presentaban a nuestra vista en su
aspecto mas encantador. Cerca de nosotros, en el gran brazo del arroyo,
un dique formado por fuertes maderos contenia la corriente; una cascada
caia por encima del obstaculo y la espuma iba a chocar contra las pilas
de un puente con sus grietas pobladas de verdura. Al otro lado, el viejo
molino llenaba todo el espacio desde los arboles de la orilla hasta los
del islote. Del fondo de una sombria arcada, practicada bajo las
murallas, el agua agitada salia como arrojada por un monstruo, y en la
negra profundidad del antro abierto distinguiamos vagamente pilotajes
musgosos, ruedas medio dislocadas que daban vueltas torpemente como ala
rota de gigantesco pajaro, y palas que se sumergian en el torbellino
produciendo cada una su pequena cascadita. Alrededor de la arcada,
espesa hiedra tapizaba las paredes y, trepando hasta el tejado, enlazaba
las vigas con su cordaje nudoso y se estremecia alegremente por encima
de las tejas.
En el interior de la casa icuan extrano nos parecia todo, desde el asno
filosofo doblandose bajo el peso de los sacos que descargaban cerca de
las muelas, hasta el molinero mismo con su larga blusa siempre blanca
por la harina! En toda la casa ni un solo objeto dejaba de agitarse
convulsivamente o vibrar por la trepidacion de la invisible cascada que
rugia bajo nuestros pies. Las paredes, los tabiques, el techo, todo
temblaba incesantemente por las sacudidas de la fuerza oculta. En un
rinco
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