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hasta en sus ropas; envuelto en resistente abrigo, cuestale trabajo defenderse contra ellas. Si da un paso en falso, o siguiendo rastro equivocado deja la vereda un instante, se pierde casi inevitablemente. Anda al azar de charco en charco; a veces medio se hunde en un agujero lleno de nieve blanda y permanece algun tiempo, como para esperar la muerte, en el hueco que se abrio delante de el. Despues se levanta con desesperacion y principia otra vez la caminata insegura a traves de las nubes de cristales que el viento le arroja a la cara. Las rafagas acercan y aproximan el horizonte alternativamente. Ora no ve a su alrededor mas que el torbellino de los copos; ora mira a la derecha o a la izquierda una cumbre inmovil que se desprende de la nube y parece que le mira sin odio y sin amor, indiferente a su desesperacion. A lo menos, el peaton ve en ella una especie de senal que le permite reanudar la marcha con alguna esperanza; pero todo es inutil. Cegado, atontado, entumecido por el frio, acaba por perder la voluntad; da vueltas sin moverse del sitio y se agita sin objeto. Al fin, caido en alguna sima, mira pasar con estupor los torbellinos de la tormenta y se deja vencer poco a poco por el sueno, precursor de la muerte. Dentro de algunos meses, cuando el calor haya fundido la nieve y la hayan limpiado los aludes, algun perro de ganado dara con el cadaver y llamara a su dueno con espantables ladridos. En otro tiempo, los restos humanos encontrados en la montana tenian que descansar para siempre en el sitio donde los habia descubierto algun pastor. Amontonabanse piedras sobre el cuerpo, y todo viajero tenia la obligacion de anadir un canto al creciente monton. Aun hoy, el montanes que pasa al lado de uno de esos antiguos sepulcros, nunca deja de recoger su piedra para colocarla sobre las otras. El muerto fue olvidado hace tiempo; quiza fue siempre desconocido, pero de siglo en siglo, el caminante no cesa de prestarle su homenaje para dar paz a sus manes. CAPITULO XI #El alud# Al largo invierno y a sus terribles borrascas sucede por fin la dulce primavera con sus lluvias, sus brisas tibias y su calor vivificante. Todo se rejuvenece, y la montana y la llanura presentan nuevo aspecto. Aquella sacude su manto de nieve, y bosques, cespedes, cascadas y lagos, reaparecen bajo los rayos del sol. El hombre se ha librado ya en el valle de los montones de nieve que le estorbaban. Ha barrido el umbral de la puerta, ha r
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