sufrir crueldades de una ingrata.
No estriba tu desden en mi pobreza,
Que no oculta tan bajo sentimiento
Tu noble corazon, y ni en riqueza
Me vence el rabadan, ni en nacimiento.
Solo un funesto error, una locura,
iOh, Clori! iOh, rosa del pensil divino!
Le hara exhalar tu aroma y tu frescura
Entre las secas ramas del espino;
Te hara romper el broche delicado,
No para abril, para diciembre helado.
No asi me hieras, si matarme quieres;
Mira que asi te matas cuando hieres.
No bien terminaron los versos, fueron estrepitosamente aplaudidos por el
benevolo auditorio; pero, si hemos de decir la verdad, ni D. Jose ni
dona Antonia prestaron atencion durante la lectura; las senoras mayores
se adormecieron con el sonsonete; el senor cura hallo la composicion
sobrado materialista y mitologica y un poco pesada, y las amiguitas de
Lucia mas se entusiasmaron con la buena presencia del poeta que con el
merito literario de su obra.
Don Carlos, en efecto, era un morenito muy salado de veintidos a
veintitres anos. Sus vivos y grandes ojos resplandecian con el fuego de
la inspiracion. Su cabellera negra, ya sin polvos, lucia y daba reflejos
azulados como las alas del cuervo. Los movimientos de su boca al hablar
eran graciosos. Los dientes que dejaba ver, blancos e iguales; la nariz,
recta, y la frente, despejada y serena.
Iba D. Carlos vestido con suma elegancia, a la ultima moda de Paris. Era
todo un petimetre. Parecia el principe de la juventud dorada,
transportado por arte magica desde las orillas del Sena al rinon de
Andalucia. El cuello de su camisa y el lienzo con que formaba lazo en
torno de el, estaban bastante bajos para descubrir la garganta y la
cerviz robusta sobre que posaba airosamente la cabeza. La estatura, mas
bien alta que mediana, y el talle, esbelto. El calzon ajustado de
casimir, la media de seda blanca y el zapato de hebilla de plata, daban
lugar a que mostrase el galan la bien formada pierna y un pie pequeno,
largo y levantado por el tarso.
Sin duda las ninas contemplaron mas todas estas cosas, y se deleitaron
mas con la dulzura de la voz del senorito que con el que nos atreveremos
a calificar de idilio, la mitad de cuyas palabras estaba en griego para
ellas.
Don Fadrique habia reparado en todo. Como la mayor parte de los
distraidos, era muy observador, y prestaba atencion intensa cuando se
dignaba prestarl
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