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istraidamente durante los breves momentos que Elena empleaba en descansar. Volvio a acordarse Robledo de la expresion de lejania que habia observado en todos los que tienen un pagare de vencimiento proximo. Pero este recuerdo paso rapidamente por su memoria. Miro con mas atencion al banquero, y se dio cuenta de que ya no pensaba en cosas invisibles. La insistencia de Elena en bailar con el mismo jovenzuelo habia acabado por imprimir en su rostro un gesto de descontento igual al que mostraba Torrebianca. Siempre que pasaba ella en brazos de su danzarin, sonreia a Fontenoy con cierta malicia, como si gozase viendo su cara de disgusto. El espanol miro a un lado de la mesa, luego miro al lado opuesto, y penso: "Cualquiera diria que estoy entre dos maridos celosos." * * * * * #III# En uno de los tes de la marquesa de Torrebianca conocio Robledo a la condesa Titonius, dama rusa, casada con un noble escandinavo, el cual parecia absorbido por su conyuge, hasta el punto de que nadie reparase en su persona. Era una mujer entre los cuarenta anos y los cincuenta, que todavia guardaba vestigios algo borrosos de una belleza ya remota. Su obesidad desbordante, blanca y flacida tenia por remate una cabecita de muneca sentimental; y como gustaba de escribir versos amorosos, apresurandose a recitarlos en el curso de las conversaciones, sus enemigas la habian apodado "Cien kilos de poesia". Se presentaba en plena tarde audazmente escotada, para lucir con orgullo sus albas y gelatinosas superfluidades. Usaba joyas gigantescas y barbaras, en armonia con una peluca rubia a la que iba anadiendo todos los meses nuevos rizos. Entre estas alhajas escandalosamente falsas, la unica que merecia cierto respeto era un collar de perlas, que, al sentarse su duena, venia a descansar sobre el globo de su vientre. Estas perlas irregulares, angulosas y con raices se parecian a los dientes de animal que emplean algunos pueblos salvajes para fabricarse adornos. Los maldicientes aseguraban que eran recuerdos de amantes de su juventud, a los que la condesa habia arrancado las muelas, no quedandole otra cosa que sacar de ellos. Su sentimentalismo y la libertad con que hablaba del amor justificaban tales murmuraciones. Al saber por su amiga Elena que Robledo era un millonario de America, lo miro con apasionado interes. Hablaron, con una taza de te en la mano, o mas bien dicho, fue ella la que hab
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