uos gauchos, llevando el ancho cinturon
de cuero adornado con arabescos de monedas de plata, que les servia
para guardar sus armas.
Todos estos americanos aceptaban con despectivo silencio el acordeon y
los bailes de _gallegos_ y de _gringos_, hasta que al fin cualquiera
de su clase reclamaba a gritos los bailes de la tierra. Esta
exigencia, hecha con tono amenazador, obligaba a retirarse a las
parejas que danzaban agarradas, a estilo europeo. Unas veces era el
_pericon_ o el _gato_, antiguos bailes argentinos, lo que danzaban los
hijos del pais; pero las mas de las noches la _cueca_ chilena
enardecia horas enteras, con su palmoteo y sus gritos, al publico del
boliche.
El dueno del establecimiento entregaba dos guitarras, guardadas
cuidadosamente debajo del mostrador. Los guitarristas iban a sentarse
en el suelo; pero inmediatamente acudia una mestiza para ofrecerles,
como sillones honorificos, dos craneos de caballo.
Eran los mejores asientos de la casa. Habia tambien un par de sillas
para cuando llegaba el comisario de policia o alguna otra autoridad,
pero algo desvencijadas e inseguras. Los esqueletos abandonados en el
campo proporcionaban asientos mas solidos y durables.
Al son de las guitarras empezaban a formarse las parejas de la danza
chilena. Las bailarinas tenian un panuelo en una mano, y con la otra
levantaban un poco su falda para dar vueltas lentamente. Los hombres
ostentaban tambien en su diestra un panuelo de color, comunicandole un
movimiento rotatorio al mismo tiempo que bailaban en torno a la mujer.
Era una repeticion de la danza de las epocas primitivas; la eterna
historia del macho persiguiendo a la hembra. Ellas bailaban trazando
pequenos circulos para huir del hombre, y este las acosaba y envolvia
girando en una orbita mas amplia.
Las mestizas que no habian salido a bailar palmoteaban incesantemente,
acompanando el runruneo de las guitarras. De vez en cuando una de
ellas entonaba la copla de la _cueca_, y los hombres daban alaridos,
arrojando sus sombreros.
Un jinete desmonto frente al boliche, atando su caballo a un poste del
sombraje. Al entrar recibio su rostro la luz roja de los quinques que
colgaban del techo, y muchos hombres le saludaron respetuosamente.
Llevaba el poncho y las grandes espuelas de los jinetes del pais. Su
perfil aguileno y su tez hacian recordar a los arabes de origen puro.
La barba y la cabellera eran en el luengas, negras y rizosas. Este
hombre, cuya edad n
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