Presintio Robledo que iba a oir algo que le seria imposible aceptar en
silencio, y como en aquel instante pasaba vacio un automovil de
alquiler, se apresuro a llamar a su conductor. Luego pretexto una
ocupacion urgente, recordada de pronto, para despedirse del maligno
parasito.
Siempre que hablaba a solas con Torrebianca, este hacia desviar la
conversacion hacia el asunto principal de sus preocupaciones: el mucho
dinero que se necesita para sostener un buen rango social.
--Tu no sabes lo que cuesta una mujer: los vestidos, las joyas;
ademas, el invierno en la Costa Azul, el verano en las playas
celebres, el otono en los balnearios de moda...
Robledo acogia tales lamentaciones con una conmiseracion ironica que
acababa por irritar a su amigo.
--Como tu no conoces lo que es el amor--dijo Torrebianca una tarde--,
puedes prescindir de la mujer y permitirte esa serenidad burlona.
El espanol palidecio, perdiendo inmediatamente su sonrisa. "?El no
habia conocido el amor?" Resucitaron en su memoria, despues de esto,
los recuerdos de una juventud que Torrebianca solo habia entrevisto de
un modo confuso. Una novia le habia abandonado tal vez, alla en su
pais, para casarse con otro. Luego el italiano creyo recordar mejor.
La novia habia muerto y Robledo juraba, como en las novelas, no
casarse... Este hombre corpulento, gastronomo y burlon llevaba en su
interior una tragedia amorosa.
Pero como si Robledo tuviera empeno en evitar que le tomasen por un
personaje romantico, se apresuro a decir escepticamente:
--Yo busco a la mujer cuando me hace falta, y luego continuo solo mi
camino. ?Para que complicar mi existencia con una compania que no
necesito?...
Una noche, al salir los tres de un teatro, Elena mostro deseos de
conocer cierto restoran de Montmartre abierto recientemente. Para sus
amigos era un lugar magico, a causa de su decoracion persa--estilo
_Mil y una noches_ vistas desde Montmartre--y de su iluminacion de
tubos de mercurio, que daba un tono verdoso a los salones, lo mismo
que si estuviesen en el fondo del mar, y una lividez de ahogados a sus
parroquianos.
Dos orquestas se reemplazaban incesantemente en la tarea de poblar el
aire de disparates ritmicos. Los violines colaboraban con desafinados
instrumentos de metal, uniendose a esta cencerrada bailable un
_claxon_ de automovil y varios artefactos musicales de reciente
invencion, que imitaban dos tablones que chocan, un fardo arrastrado
por el suelo, un
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