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otros. Aquello ya no es hablar: es una algarabia incomprensible e insoportable. La mujer de Perales, sobre todo, desafina como una cotorra; cuenta lo suyo, lo de los vecinos y hasta lo que no sabe. Su marido se empena en que relampaguea, y esta el cielo sin una sola nube; antojasele que los troncos de los arboles son ladrones y lleva a su costilla agarrada fuertemente por la saya para que no la roben el dinero. Tio Juan, el perito, canturria, con voz atiplada y temblorosa, aires de sus mocedades, y, recordando galantes aventuras, enamora a la disimulada a la mujer de Anton. Ogenio palpa con torpe mano las monedas que le quedan en el bolsillo, y contando por los dedos de la otra, sostiene y jura que ha dado dinero de mas a Perales.--Los cuatro intrusos dan la razon a todo el mundo, pero trocando los asuntos. A Perales le aseguran que Ogenio le engano, dandole dinero de menos; a este, que esta, en efecto, relampagueando y que al fin tronara; a la pobre mujer, que realmente ha sido muy _atravesa_ y muy revoltosa, y que si pellizca al tio Juan, hace muy bien, porque ella se entiende.... Pero al oir esto, su marido, aunque no es celoso, ni mucho menos, da instintivamente un tiron a la saya que lleva agarrada entre sus dedos; y como su duena no esta para grandes pruebas de equilibrio, viene al suelo como un fardo. En el mismo instante Ogenio toca en el bolsillo a Anton para advertirle que quiere ventilar la duda que le preocupa, y este, siempre sonando con los ladrones, sobrecogese de horror, dase por muerto, quiere huir, tropieza con su mujer y cae sobre ella; apresurase el otro a levantarle, pierde el equilibrio y da de hocicos sobre los dos caidos; acuden, al estrepito, los demas personajes; creen que aquello es una lucha, enmarananse para separarlos, empujanse los unos a los otros, y al cabo y al fin caen todos amontonados sobre la desdichada mujer que grita y se lamenta medio sofocada por tan enorme peso. Estrujanse y arananse todos buscando un punto de apoyo para salir de aquel enredo; y poco a poco, y con grandes fatigas, van levantandose uno a uno; y renqueando y vacilando, se vuelven a poner en marcha, y llegan a un punto en que se bifurca la carretera. Alli deben separarse el tio Juan, Ogenio y dos de los intrusos. Pero da la casualidad (y estas casualidades abundan en la Montana mas que las ferias, que los mercados y que las romerias), da la casualidad, repito, que en el punto de empalme de los dos caminos hay una ta
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