lo fatalismo guiaba ahora
sus acciones. La muerte se le aparecia como algo dulce y triste que
podia solucionar todas las contrariedades de su existencia.
Automaticamente se metio en su camarote, tomando muchos objetos de un
modo instintivo, sin que su razon pudiese definir por que hacia esto.
Al volver a la cubierta, ya no vio a los grupos de pasajeros. Todos
estaban en los botes. Solo quedaban algunos tripulantes, y el mismo
oficial que le habia hablado corria ahora de una borda a otra, dando
ordenes en el vacio.
--?Que hace usted aqui?--le pregunto severamente--. Embarquese en
seguida. El buque va a hundirse en unos minutos.
Asi era. La proa habia desaparecido enteramente; las olas barrian ya la
mitad de la cubierta; el interior del paquebote callaba ahora con un
silencio mortal. Las maquinas estaban inundadas. Un humo denso y frio,
de hoguera apagada, salia por sus chimeneas.
Gillespie tuvo que subir a gatas por la cubierta en pendiente, lo mismo
que por una montana, hasta llegar a un sitio designado por el oficial,
del que colgaba una cuerda. Se deslizo a lo largo de ella con una
agilidad de deportista acostumbrado a las suertes gimnasticas, hasta que
tuvo debajo de sus plantas el movedizo suelo de madera de un bote.
Unos pies golpearon su cabeza, y tuvo que sentarse para dejar sitio al
oficial, que descendia detras de el.
El bote no era gran cosa como embarcacion. Lo habian despreciado, sin
duda, los demas tripulantes y pasajeros que llenaban varias balleneras
vagabundas sobre la superficie azul. Todas estas embarcaciones se
alejaban a vela o a remo del buque agonizante.
Por fortuna, este bote, en el que podian tomar asiento hasta ocho
personas, solo estaba ocupado por tres: Gillespie, el oficial y un
marinero.
El paquebote, acostandose en una ultima convulsion, desaparecio bajo el
agua, lanzando antes varias explosiones, como ronquidos de agonia. La
soledad oceanica parecio agrandarse despues del hundimiento de esta isla
creada por los hombres. Las diversas embarcaciones, pequenas como
moscas, se fueron perdiendo de vista unas de otras en la penumbra
vagorosa del crepusculo. El mar, que visto desde lo alto del buque solo
estaba rizado por suaves ondulaciones, era ahora una interminable
sucesion de montanas enormes de angustioso descenso y de sombrios
valles, en los que el bote parecia que iba a quedarse inmovil, sin
fuerzas para emprender la ascension de la nueva cumbre que venia a su
encuentro
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