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archa, empujando a la muchedumbre para que se apartase del camino. Guiado por la maquina voladora que iba delante y dirigido igualmente por la maquina de atras, que funcionaba a modo de timon, Gillespie solo tenia que fijarse en el suelo para ver donde colocaba sus pies. Empezo a marchar por un camino de gran anchura para aquellos seres diminutos, pero que a el le parecio no mayor que un sendero de jardin. Durante media hora avanzaron entre bosques; luego salieron a inmensas llanuras cultivadas, y pudo ver como se iba desarrollando delante de el, a una gran distancia, la vanguardia de su cortejo, compuesta de maquinas rodantes y pelotones de jinetes. A su espalda levantaban una segunda nube de polvo las tropas de retaguardia, encargadas de contener a los curiosos. Solo algunos audaces, contraviniendo las ordenes, se atrevian a llegar a los bordes del camino. En torno de los pueblos de agricultores hervia el vecindario, gritando y agitando sus gorras al pasar el gigante. Su estatura permitia que lo viesen a larguisimas distancias. Le obligaron a marchar sin descanso, porque el Consejo Ejecutivo deseaba conocerle antes de que anocheciese. A las dos horas distinguio por encima de una sucesion de gibas del camino, penosamente remontadas por la vanguardia del cortejo, una especie de nube blanca que se mantenia a ras de tierra. Estaba envuelta en el temblor vaporoso de los objetos indeterminados por la distancia. Solo el podia abarcar con su mirada una extension tan enorme. Los tripulantes del lagarto volador examinaban la misma nube, pero con el auxilio de aparatos opticos. Una de las amazonas aereas le grito algunas palabras en su idioma, al mismo tiempo que senalaba con un dedo la remota mancha blanca. El gigante le contesto con una sonrisa indicadora de su comprension. A partir de este momento la nube fue tomando para el contornos fijos. Salieron poco a poco de la vaporosa vaguedad grandes palacios blancos, torres con cupulas brillantes, toda una metropoli altisima, en la que los edificios parecian de proporciones desmesuradas, sin duda porque sus pequenos habitantes, por la ley del contraste, sentian el ansia de lo enorme. Esta capital de la Republica de los pigmeos se llamaba Mildendo en otros tiempos. ?Como se titularia en el presente, despues de haber ocurrido lo que el profesor Flimnap llamaba la Verdadera Revolucion?... IV Las riquezas del Hombre-Montana El antiguo palacio imperial,
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