imiento del
lugar en que se encontraba, agazapose en un ribazo junto a unos chopos
de copas elevadas y obscuras, a cuyo pie crecian unas matas de
lentisco, altas lo bastante para ocultar a un hombre echado en tierra.
El rio, que desde las musgosas rocas donde tenia su nacimiento venia
siguiendo las sinuosidades del Moncayo a entrar en la canada por una
vertiente, deslizabase desde alli banando el pie de los sauces que
sombreaban su orilla, o jugueteando con alegre murmullo entre las
piedras rodadas del monte hasta caer en una hondura proxima al lugar
que servia de escondrijo al montero.
Los alamos, cuyas plateadas hojas movia el aire con un rumor
dulcisimo, los sauces que inclinados sobre la limpia corriente
humedecian en ella las puntas de sus desmayadas ramas, y los apretados
carrascales por cuyos troncos subian y se enredaban las madreselvas y
las campanillas azules, formaban un espeso muro de follaje alrededor
del remanso del rio.
El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que derramaban
en torno su flotante sombra, dejaba penetrar a intervalos un furtivo
rayo de luz, que brillaba como un relampago de plata sobre la
superficie de las aguas inmoviles y profundas.
Oculto tras los matojos, con el oido atento al mas leve rumor y la
vista clavada en el punto en donde segun sus calculos debian aparecer
las corzas, Garces espero inutilmente un gran espacio de tiempo.
Todo permanecia a su alrededor sumido en una profunda calma.
Poco a poco, y bien fuese que el peso de la noche, que ya habia pasado
de la mitad, comenzara a dejarse sentir, bien que el lejano murmullo
del agua, el penetrante aroma de las flores silvestres y las caricias
del viento comunicasen a sus sentidos el dulce sopor en que parecia
estar impregnada la naturaleza toda, el enamorado mozo que hasta aquel
punto habia estado entretenido revolviendo en su mente las mas
halagueenas imaginaciones comenzo a sentir que sus ideas se elaboraban
con mas lentitud y sus pensamientos tomaban formas mas leves e
indecisas.
Despues de mecerse un instante en ese vago espacio que media entre la
vigilia y el sueno, entorno al fin los ojos, dejo escapar la ballesta
de sus manos y se quedo profundamente dormido. . . . . . . . . . . . .
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Cosa de dos horas o tres haria[1] ya que el joven montero roncaba a
pierna suelta, disfrutando a todo sabor de uno de los suenos m
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