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re entre la gente de campo, no porque el furor sustente los debates, sino por habito adquirido viviendo casi siempre fuera de techado; todos, repito, se entregaban a aquel primer momento de ocio, despues de una semana de rudas fatigas, con las mas expresivas senales de satisfaccion, buscandola especialmente en comunicarse unos a otros las observaciones, planes y labores que cada cual habia hecho desde el domingo anterior. Cuando el de Madrid, al lado de don Silvestre, se acerco al portal de la iglesia, el rumor que veinte pasos antes llegara bien claro a sus oidos, ceso de repente; levantaronse los hombres que estaban sentados, suspendieron los muchachos sus juegos y carreras, y descubriendose todos respetuosamente, abrieron calle al madrileno y a su amigo hasta donde el primero juzgo oportuno detenerse. Esta muestra de deferencia y de respeto afecto al huesped del mayorazgo, acostumbrado al frio y egoista contacto del pueblo de las grandes ciudades; y en prueba de su reconocimiento, trato de mostrarse afable y carinoso, mas aun de lo que era de ordinario, con el dueno del rostro mas cercano, entre los varios que le contemplaban inmoviles desde su llegada. A las primeras palabras dirigidas afectuosamente al aldeano, los que detras de el formaban silenciosos, adelantaron un paso, y a la cuarta pregunta del de la corte, un circulo compacto de curiosos le envolvia, disputandose todos la ocasion de oir la voz del senor forastero, y de seguir de cerca con la vista el movimiento de sus brazos y la direccion de su mirada. Esto duro hasta que se oyo el repiqueteo de la campanilla; porque entonces, los chicuelos rompieron la humana valla que a duras penas habian atravesado para ver al caballero mas de cerca, los viejos apagaron sus pipas, los jovenes restregaron el fuego de sus cigarros contra el poste mas inmediato y se guardaron las puntas en el bolsillo del chaleco, los que tenian la chaqueta tirada sobre los hombros, se la vistieron, y todos corrieron al templo atropelladamente para llegar a el antes que el parroco pisara las gradas del altar. --iQue feliz he sido hoy en medio de esos honrados aldeanos!--decia a don Silvestre su amigo durante la comida.--iCuanta poesia en aquel cuadro que me rodeaba! Porque su expresion no era la que dan la bajeza ni la ignorancia, sino la mansedumbre del justo, o el rubor de la inocencia. Don Silvestre hubiera hecho algunas enmiendas al panegirico de su amigo; pero tan habituado le te
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