idarse: solo un tramo
de dos varas estaba sin revestirse de las verdes ligaduras, y sostenido
por un prodigio de equilibrio.
Por lo que hace a la casa, estaba cerrada hermeticamente; y en toda la
extension que alcanzaba la vista no se distinguian mas seres vivientes
que el cazador, la miruella y un hombre que cerca de la casa esparcia
_toperas_ en un prado, y acechaba de cuando en cuando las operaciones
del topo, a cuya caza andaba. Este hombre, a quien el de Madrid no veia,
era el tio Merlin.
Hecha, pues, la punteria a placer del cazador (como que apoyaba la
extremidad del canon de la escopeta en una rama), disparo sobre el
pajarraco, y este cayo, como una masa inerte, rebotando de quima en
quima. Pero al pie del arbol habia un bardal bastante espeso, y en este
bardal cayo la miruella.--Cerca de un cuarto de hora invirtio en
buscarla el pacientisimo cazador, que al fin la encontro; pero no sin
desgarrarse las manos con las punzantes zarzas.
Con su presa en el morral, salio otra vez al camino que antes llevaba; y
echandose la escopeta al hombro, marcho a largos pasos hacia su casa,
pues ya habia oido tocar a mediodia y no le gustaba hacer esperar a don
Silvestre que de fijo, estaria arrimando las sillas a la mesa.
Cerca ya de la portalada del mayorazgo, oyo un estrepitoso ruido.
Volviose hacia el sitio de donde este partia, y vio que se habia caido
la parte flaca de la pared del huerto antes citado.
Como el suceso tenia muy poco de particular, no le llamo la atencion: lo
extrano para el era que semejantes muros resistieran un dia en posicion
vertical.
En esta inteligencia, siguio su camino y llego a casa del mayorazgo, a
quien encontro esperandole para comer.
En los postres estaban, cuando un criado aparecio en escena, anunciando
a un hombre que deseaba hablar con "el senor".
--Que pase adelante--dijo este, siempre dispuesto a complacer a todo el
mundo.
Un momento despues penetro en la sala, pisando timidamente, un aldeano
de madura edad, con la chaqueta al hombro, barba de quince dias, y dando
vueltas en las manos a un mugriento sombrero que solamente cesaba de
girar cuando el aldeano sacaba una de ellas de la arrugada copa para
retirar hacia atras las asperas y encanecidas grenas que le caian sobre
los ojos.
--Tengan ustedes buenas tardes.
--Muy buenas las tenga usted; y diganos en que puedo serle util.
El recien venido titubeaba.
Al cabo de un rato bien largo de toser, cambiar de punto d
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