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el padre una platica familiar, departia despues amigablemente con las senoras acerca de asuntos religiosos, se confesaba la que queria, y por ultimo pasaban al comedor, donde se tomaba te, cambiando de conversacion. Cuando fallecia alguna persona de estas familias, el padre Ortega se hacia poner en las papeletas de defuncion como director espiritual, rogando que la encomendasen a Dios. Luego repartia entre todos los amigos unos papelitos impresos o memorias con oraciones, donde se pedia al Supremo Hacedor con palabras encarecidas y melosas que por tal o cual merito que resplandecio en su sagrada pasion perdonase al conde de T*** o a la baronesa de M*** el pecado de soberbia o de avaricia, etc. Generalmente no era aquel en que mas habia sobresalido el difunto, lo cual hacia el padre con buen acuerdo para evitar el escandalo y una pena a la familia. Tambien se encargaba de gestionar la adquisicion del mayor numero posible de indulgencias, la bendicion papal _in articulo mortis_, las preces de algun convento de monjas, etc. Siendo su amigo y penitente se podia tener la seguridad de no ir al otro mundo desprovisto de buenas recomendaciones. Lo que no sabemos es el caso que Dios hacia de ellas, si escribia encima de las memorias con lapiz azul, como los ministros, "hagase", o si preguntaba al padre Ortega, como la senora del cuento: "?Y a usted quien le presenta?" Cuando hubo cambiado algunas palabras corteses con casi todos los tertulios, haciendo a cada cual la reverencia que dada su posicion le correspondia, la marquesa de Alcudia le tomo por su cuenta, y llevandole a uno de los angulos del salon y sentados en dos butaquitas, comenzo a hablarle en voz baja como si se estuviese confesando. El clerigo, con el codo apoyado en el brazo del sillon, cogiendo con la mano su barba rasurada, los ojos bajos en actitud humilde, la escuchaba. De vez en cuando proferia tambien alguna palabra en voz de falsete, que la marquesa escuchaba con profundo respeto y sumision, lo cual no impedia que al instante volviese a la carga gesticulando con viveza, aunque sin alzar la voz. Habia entrado poco despues que el padre un joven gordo, muy gordo, rubio, con patillitas que le llegaban poco mas abajo de la oreja, mucha carne en los ojos y fresco y sonrosado color en las mejillas. La ropa le estallaba. Su voz era levemente ronca y la emitia con fatiga. Al entrar nublose la descolorida faz de Ramoncito Maldonado. El recien llegado era hijo de l
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