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ierno con el amortizable? Habia oido rumores. ?Se haria en alza la proxima liquidacion? ?No seria mejor liquidar en el momento con treinta centimos de ganancia que aguardar a fin de mes?" Para ella las palabras de Salabert eran las del oraculo de Delfos. La fama inmensa del banquero la tenia fascinada. Por desgracia, el duque, como todos los oraculos antiguos y modernos, se expresaba siempre que se le consultaba, de un modo ambiguo. Respondia a menudo con grunidos que nadie sabia si eran de afirmacion, de negacion o de duda. Las frases que de vez en cuando se escapaban de su boca entre el cigarro y los labios humedos y sucios eran oscuras, cortadas, ininteligibles en muchos casos. Ademas, todo el mundo sabia que no era posible fiarse de el, que se gozaba en despistar a sus amigos y hacerles caer de bruces en un mal negocio. Sin embargo, Pepa insistia aspirando a arrancar de aquel cerebro luminoso el secreto de la mina: bromeaba tomandole de las solapas de la levita, llamandole viejo, cazurro, zorro, haciendo gala de una desvergueenza que en ella habia llegado a ser coqueteria. El banquero no daba fuego. Le seguia el humor respondiendo con grunidos y con tal cual frase escabrosa que hacia reir a Calderon, aunque no tenia muchas ganas de hacerlo viendole echar sin miramiento alguno tremendos escupitajos en la alfombra. Porque el duque con el picor del tabaco salivaba bastante y no acostumbraba a reparar donde lo hacia, a no ser en su casa donde cuidaba de ponerse al lado de la escupidera. Calderon estaba inquieto, violento, lo mismo que si se los echase en la cara. A la tercera vez, no pudiendo contenerse, fue el mismo a buscar la escupidera para ponersela al lado. Salabert le dirigio una mirada burlona y le hizo un guino a Pepa. Ya tranquilo Calderon se mostro locuaz y pretendio sustituirse al duque dando consejos a Pepa sobre los fondos. Pero aunque hombre prudente y experto en los negocios, la viuda no se los apreciaba ni aun queria oirlos. Al fin y al cabo, entre el y Salabert existia enorme distancia: el uno era un negociante vulgar, el otro un genio de la banca. Sin embargo, este asentia con sonidos inarticulados a las indicaciones bursatiles del dueno de la casa. Pepa no se fiaba. Salabert se aparto un poco del grupo y se dejo caer sobre el brazo de un sillon adoptando una postura grosera, para lo cual solo el tenia derecho. En vez de ser mal vistos aquellos modales libres y rudos, contribuian no poco a su prest
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