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oradas que alli vivian, y que en el momento de nuestra historia, correspondiente a este capitulo, estaban sentadas en la sala, puestas en fila. Maria de la Paz, la mas vieja, en el centro; las otras dos a los lados. Una de ellas tenia en la mano un libro de horas, otra cosia, la tercera bordaba con hilo de plata un pequeno roponcillo de seda, que sin duda se destinaba a abrigar las carnes de algun santo de palo. Las tres, colocadas con simetria, silenciosas y tranquilamente ensimismadas en su oracion o su trabajo, ofrecian un cuadro sombrio, glacial, lugubre. Describiremos los principales rasgos de esta trinidad ilustre. Maria de la Paz (quitemosla el dona, porque supimos casualmente que le agradaba verse despojada de aquel tratamiento), hermana menor del Marques de Porreno, era una mujer de esas que pueden hacer creer que tienen cuarenta anos, teniendo realmente mas de cincuenta. Era alta, gruesa y robusta, de cara redonda y pecho abultado, que se hacia mas ostensible por el singular empeno de cenirse a la altura usada en tiempo de Maria Luisa. Su rostro, perfectamente esferoidal, descansaba sin mas intermedio sobre el busto; y su pelo, negro aun por una condescendencia de los anos, y partido en dos zonas sobre la frente, le tapaba entrambas orejas, recogiendose atras. Su nariz era pequena y amoratada; su boca mas pequena aun y tan redonda, que parecia un boton encarnado; los ojos no muy grandes, la barba prominente, los dientes agudos, y uno de ellos le asomaba siempre cuando mas cerrados tenia los labios. De la extremidad visible de sus orejas pendian dos enormes herretes de filigrana, que parecian dos pesos destinados a mantener en equilibrio aquella cabeza. En el siniestro lado tenia una grande y muy negra verruga, que asemejaba un exvoto puesto en el altar de su cara por la piedad de un catolico. El cuerpo formaba gran armonia con el rostro; y en sus manos pequenas, coloradas y gordas, resplandecian muchos anillos, en los que los brillantes habian sido habilmente trocados por piedras falsas. Echemos un velo sobre estas lastimas. Salome era un tipo enteramente contrario. Asi como la figura de Paz no tenia nada de aristocratico, la de esta era de esas que la rutina o la moda califican, cuando son bellas, de aristocraticas. Era alta y flaca, flaca como un espectro. Su rostro amarillo habia sido en tiempo de Carlos IV un ovalo muy bello; despues era una cosa oblonga que media una cuarta desde la raiz del pelo a la
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